El administrador le entregó la correspondencia. Metió el resto en el saco y lo volvió a cerrar. El médico se dispuso a leer dos cartas personales. Pero antes de romper los sobres miró al coronel. Luego miró al administrador. -¿Nada para el coronel? El coronel sintió el terror. El administrador se echó el saco al hombro, bajó el andén y respondió sin volver la cabeza: -El coronel no tiene quien le escriba. Contrariando su costumbre no se dirigió directamente a la casa. Tomó café en la sastrería mientras los compañeros de Agustín hojeaban los periódicos. Se sentía defraudado. Habría preferido permanecer allí hasta el viernes siguiente para no presentarse esa noche ante su mujer con las manos vacías. Pero cuando cerraron la sastrería tuvo que hacerle frente a la realidad. La mujer lo esperaba. -Nada -preguntó. -Nada -respondió el coronel.
El viernes siguiente volvió a las lanchas. Y como todos los viernes regresó a su casa sin la carta esperada. «Ya hemos cumplido con esperar», le dijo esa noche su mujer. «Se necesita tener esa paciencia de buey que tú tienes para esperar una carta durante quince años.» El coronel se metió en la hamaca a leer los periódicos. -Hay que esperar el turno -dijo-. Nuestro número es el mil ochocientos veintitrés. -Desde que estamos esperando, ese número ha salido dos veces en la lotería -replicó la mujer. El coronel leyó, como siempre, desde la primera página hasta la última, incluso los avisos. Pero esta vez no se concentró. Durante la lectura pensó en su pensión de veterano. Diecinueve años antes, cuando el congreso promulgó la ley, se inició un proceso de justificación que duró ocho años. Luego necesitó seis años más para hacerse incluir en el escalafón. Esa fue la última carta que recibió el coronel. Terminó después del toque de queda. Cuando iba a apagar la lámpara cayó en la cuenta de que su mujer estaba despierta. -¿Tienes todavía aquel recorte? La mujer pensó. -Sí. Debe estar con los otros papeles. Salió del mosquitero y extrajo del armario un cofre de madera con un paquete de cartas ordenadas por las fechas y aseguradas con una cinta elástica. Localizó un anuncio de una agencia de abogados que se comprometía a una gestión activa de las pensiones de guerra. -Desde que estoy con el tema de que cambies de abogado ya hubiéramos tenido tiempo hasta de gastarnos la plata -dijo la mujer, entregando a su marido el recorte de periódico-. Nada sacamos con que nos la metan en el cajón como a los indios.
El coronel leyó el recorte fechado dos años antes. Lo guardó en el bolsillo de la camisa colgada detrás de la puerta. -Lo malo es que para el cambio de abogado se necesita dinero. -Nada de eso -decidió la mujer-. Se les escribe diciendo que descuenten lo que sea de la misma pensión cuando la cobren. Es la única manera de que se interesen en el asunto. Así que el sábado en la tarde el coronel fue a visitar a su abogado. Lo encontró tendido a la bartola en una hamaca. Era un negro monumental sin nada más que los dos colmillos en la mandíbula superior. Metió los pies en unas pantuflas con suelas de madera y abrió la ventana del despacho sobre una polvorienta pianola con papeles embutidos en los espacios de los rollos: recortes del «Diario Oficial» pegados con goma en viejos cuadernos de contabilidad y una colección salteada de los boletines de la contraloría. La pianola sin teclas servía al mismo tiempo de escritorio. El abogado se sentó en una silla de resortes. El coronel expuso su inquietud antes de revelar el propósito de su visita. «Yo le advertí que la cosa no era de un día para el otro», dijo el abogado en una pausa del coronel. Estaba aplastado por el calor. Forzó hacia atrás los resortes de la silla y se abanicó con un cartón de propaganda. -Mis agentes me escriben con frecuencia diciendo que no hay que desesperarse. -Es lo mismo desde hace quince años -replicó el coronel-. Esto empieza a parecerse al cuento del gallo capón.
El abogado hizo una descripción muy gráfica de los vericuetos administrativos. La silla era demasiado estrecha para sus nalgas otoñales. «Hace quince años era más fácil», dijo. «Entonces existía la asociación municipal de veteranos compuesta por elementos de los dos partidos.» Se llenó los pulmones de un aire abrasante y pronunció la sentencia como si acabara de inventarla: -La unión hace la fuerza. -En este caso no la hizo -dijo el coronel, por primera vez dándose cuenta de su soledad-. Todos mis compañeros se murieron esperando el correo.
El gran Gabo
Totalmente de acuerdo!!
un gran autor!!!