En Venezuela, hay una ciudad llamada San Felipe, perteneciente al estado Yaracuy, ubicado en el centroccidente del país.
La ciudad, realmente, no es tan grande, pero sí, muy acogedora, debido a que se encuentra rodeada de montañas, árboles y espesa vegetación, la mayor parte del año, su clima es fresco; asimismo, posee lugares históricos y turísticos, que vale la pena visitar. Aunque no menos importante, también lo representa, el calor de su gente. Allí estuve radicado, en el año 2015, residenciado y laborando por un año, aproximadamente.
Aunque siempre, me ha gustado comer y por ende, cocinar, ocasionalmente, solía desayunar o almorzar en un pequeño café-restaurant, ubicado en el centro de la ciudad.
Esta zona específica, no era tan segura, pero sí, bastante transitada, ya que dicha ciudad, no se caracteriza, por poseer estacionamientos públicos o privados, en ese sentido, carece de una infraestructura de este tipo, aunque, en dicho sector, jamás faltaba algún señor mayor, dispuesto a vigilar los carros que se estacionaban en cuadras (aceras) adyacentes, cobrando, al finalizar su vigilia, el monto, que el dueño del carro, considerara a bien, erogar de su bolsillo o cartera (billetera).
En una de estas visitas, pasadas las 11:00 a.m, realicé el pago de mi almuerzo en la caja y luego de haber sido servido, tras los vidrios, en la parte externa, justo enfrente de la mesa donde me senté, al voltear, pude observar cómo me miraban dos pre-adolescentes, estimo, tendrian entre 9 y 11 años. Las expresiones de sus rostros, traducían: "HAMBRE", por medio de una seña, indiqué a uno de ellos que entrara y se acercara hasta mi mesa, para conocerlo e indagar en ciertos temas.
Su tarjeta de presentación, fueron su ropa y zapatos roídos. Antes de comenzar a llevar con el tenedor, mi primer bocado de comida, pude detallar cómo, al niño, se le hacía agua la boca, tan sólo con ver lo allí contenido. Recuerdo que eran vegetales, pollo y ensalada, la bebida, si mal no recuerdo, era un batido de fresa. En su breve confesión personal, el niño manifestó que él y su acompañante (de la calle), eran hermanos, que se habían visto obligados a dejar la escuela tempranamente, para ayudar a su mamá a llevar comida a la casa y que en esa calle, cuando no vendían dulces, también cuidaban carros.
Aunado a ello, sin tapujos, preguntó si podía comprarle un almuerzo para compartirlo con su hermano, lo miré fijamente, tal vez, intuición, humanismo, empatía, justicia y el deseo ferviente de hacer algo por ellos, le propuse convidarles un almuerzo a cada uno de ellos. En el interín de nuestro fugaz diálogo, algunos clientes y trabajadores del local, miraban con disimulo, recelo, o tal vez, precaución, ignorando, probablemente, el trasfondo de lo conversado en la mesa. Era válido y previsible, ¿las causas?, malicia y curiosidad, naturales.
El otro niño, que observaba, tras la vidriera del restaurant, entró raudo y veloz, a sentarse en la mesa y asi, acompañarnos, sospechando que comería ese día, algo mejor que solo pan con mantequilla.
Luego de terminar mi comida, cancelé (pagué) las suyas y tuve la dicha y privilegio de observar cómo devoraban sus respectivos platos de comida, no recuerdo sus nombres y ellos, en ningún momento, preguntaron por el mío, tal vez, me olvidaron, pero sé que jamás los olvidaré y siempre, recordaré cómo, esos breves instantes, pude hacer algo por terceras personas, desposeídas y desafortunadas, para entonces.
Es la satisfacción que conservo, la herencia o legado de mi abuela materna, el altruismo, ayudar a personas necesitadas, si está en nuestras manos. Dondequiera que estén, deseo, puedan progresar y ser parte de una sociedad, que por lo general, los rechaza, o al menos, en ese entonces, lo hacía.